Era 1967 y yo disfrutaba de mi año sabático en Cambridge, como investigador en la sección de Patología Experimental del Instituto de Fisiología Animal del Agricultural Research Council. Simultáneamente era Agregado Científico de la Embajada de Venezuela en el Reino Unido. Se dio en aquel tiempo la feliz circunstancia de que el presidente Raúl Leoni designara como embajador a Miguel Ángel Burelli Rivas, a quien conocía, al igual que a su esposa María Briceño, de años atrás. Miguel Ángel no solo me invitó a su presentación de credenciales a la reina Elizabeth II en el palacio de Buckingham, sino que me pidió que pensara en algún proyecto significativo para estrechar las relaciones culturales y científicas entre Venezuela y la Gran Bretaña. Le prometí pensar algunas ideas para ser estudiadas conjuntamente.
Yo había leído sobre la cátedra Pitt Professor of American Studies, creada durante la Primera Guerra Mundial para agradecer el apoyo de los estadounidenses durante ese conflicto. Investigué sobre sus estatutos y estructuré lo que significaría para América Latina en general y para Venezuela en particular, el establecimiento de una Cátedra de Estudios Latinoamericanos, con la que intelectuales e investigadores venezolanos podían alternar con sus colegas de otros países y dar a conocer los aportes de nuestra cultura en un ámbito verdaderamente internacional. Miguel Ángel de inmediato se enamoró del proyecto, cuya paternidad en todo momento compartimos, aunque siempre se amplió con la generosidad y vastedad de su pensamiento, y desde ese instante lo convirtió en una de sus prioridades. La “bautizamos” como Cátedra “Simón Bolívar”.
Le pedí una audiencia al vice chancellor de la Universidad de Cambridge, Arthur Armitage, y a los pocos días me recibió: un hombre alto, fuerte, de cejas muy pobladas, que hablaba en voz muy baja y que de inmediato te hacía sentir muy confortable, gracias a sus bien escogidas y amigables palabras. Le expliqué la idea y sin vacilar un momento me manifestó que personalmente le parecía una estupenda iniciativa y que haría las consultas del caso; dado el precedente del Pitt Professorship desempeñado por estadounidenses, presumía que no encontraría obstáculos en la aprobación del proyecto por parte de las autoridades de la institución, lo que en efecto me confirmó después.
La Cátedra sería desempeñada por un año por un distinguido intelectual latinoamericano, alternando un venezolano con una personalidad de otro país de la región (en el supuesto de que los fondos necesarios se originaran en Venezuela) y de acuerdo con la profesión y especialidad de cada candidato, su programa de docencia e investigación se integraría en el departamento respectivo de la Universidad. Los candidatos propuestos serían elegidos por un Comité entre cuyos miembros estaría el Director del Centro de Estudios Latinoamericanos y el Embajador de Venezuela.
Miguel Ángel y yo veíamos con gran optimismo y entusiasmo lo que considerábamos era el reconocimiento explícito, por parte de una de las más importantes universidades del mundo, de la nueva cultura latinoamericana, una hija de la civilización occidental con características propias que merecían ser estudiadas en ese templo de la cultura mundial, y un modelo a ser reproducido en otros ambientes universitarios, como sucede desde entonces. Pronto nos enfrentaríamos a las duras realidades de la economía. El capital necesario para pagar los sueldos de los profesores y otros gastos administrativos montaba a la cifra de un millón de dólares americanos. Al recibir ese donativo, la Universidad de Cambridge se comprometía a establecer “a perpetuidad” la “Cátedra Simón Bolívar de Estudios Latinoamericanos”. ¿De dónde íbamos a obtener lo que entonces era una impresionante suma?
Miguel Ángel, con toda la lógica de un astuto diplomático, conocedor de los grandes intereses petroleros en Venezuela, tenía una sola respuesta: de la compañía Shell. Su argumentación era inobjetable. Shell tenía la capacidad financiera para donar el dinero y al mismo tiempo el interés para vincular más estrechamente, en el campo cultural, a América Latina (y muy en especial a Venezuela) con una institución británica del prestigio de la Universidad de Cambridge.
Miguel Ángel, como embajador de Venezuela, solicitó una reunión formal con el director gerente, a la sazón un académico estadounidense, Monroe Spagth, con completa reserva acerca del motivo. Viajé hasta Londres para acompañar al embajador en tan importante misión, sin tener ni la más mínima idea de que iba a desempeñar un especial protagonismo. En efecto, en el automóvil de la embajada en que nos trasladábamos al imponente edificio de la Shell en la orilla sur del Támesis (en el que cada ladrillo, según Miguel Ángel, había sido hecho con petróleo venezolano) me comunicó su decisión: él me presentaría a Spaght y yo debía exponer el proyecto y solicitar los fondos.
Spaght nos hizo ver que podía perfectamente entender la significación del esquema propuesto y afirmó que desde luego la compañía Shell se sentiría muy honrada por contribuir a hacerlo posible. En ese momento, decidí jugármela sin ambages y lo interrumpí: Perdone usted, tal vez no me he expresado claramente, pero lo que el señor embajador de Venezuela y yo venimos a pedirle no es una contribución, sino la totalidad del donativo necesario”.
El hombre se quedó mudo y se puso más blanco que mi camisa. Miguel Ángel hizo un gesto para darme respaldo, y después de un silencio que nos pareció larguísimo, Spaght respondió: “Ustedes se darán cuenta que esta es una petición sui generis, por una cantidad de dinero muy considerable, algo que yo no puedo decidir individualmente, que tendrá que ser consultado a diversos niveles corporativos y que por lo tanto tomará algún tiempo”. Miguel Ángel aludió a las relaciones entre Venezuela y Gran Bretaña, y a “las favorables consecuencias para una empresa que es capaz de tener una visión de tal vuelo y envergadura.”
De allí en adelante no había vuelta atrás, pero no imaginábamos los obstáculos con que íbamos a tropezar. Hubo que montar un “lobby” con la Shell para que no engavetaran el proyecto. La Shell Internacional resolvió que la donación vendría exclusivamente de la Shell de Venezuela, con la evidente lógica tácita de no diluir el eventual agradecimiento, pero pusieron la condición -ciertamente comprensible- de que fuese deducida de su impuesto sobre la renta (una suma cercana a la mitad del donativo, si mal no recuerdo). Esta “condición” amenazó durante meses la realización del proyecto, pues según la consultoría jurídica de Miraflores implicaba una evasión de impuestos. Miguel Ángel tuvo que insistir en Caracas. Por mi parte me valí de mi amistad con la Primera Dama, doña Menca Fernández de Leoni, que organizó una cena en la residencia presidencial de La Casona, para que yo hablara con el Ministro de Hacienda, Benito Raúl Losada. Desafortunadamente el dictamen jurídico prevaleció y todo el esquema languidecía sin esperanzas.
Pasaron meses, y un buen día, en mi consultorio de Chuao, se presentó como paciente uno de los abogados más destacados de la Shell de Venezuela, mi dilecto amigo el doctor Daniel Bendahan, quien estaba enterado del impasse, y lo puse al día de lo que ocurría. A los pocos días me llamó y me dijo que había ideado una solución que podía satisfacer a ambas partes. Shell de Venezuela no tenía interés alguno en hacer algún servicio a la Universidad de Cambridge (de eso se ocupaba la casa matriz en todo caso) sino en dárselo a Venezuela. Por ello, podía donar el millón de dólares a alguna institución del Estado venezolano, sin causar impuesto sobre la renta, siempre y cuando la totalidad de ese donativo se entregase a la Universidad de Cambridge para establecer la Cátedra Simón Bolívar de Estudios Latinoamericanos.
Sin pensarlo dos veces escogimos al INCIBA, la máxima institución de la cultura del país, presidida en ese momento por un hombre admirable, el doctor Simón Alberto Consalvi, quien al conocer el proyecto aceptó poner sobre sus hombros la responsabilidad de recibir el cheque del presidente de Shell de Venezuela, J. J. de Liefde, de inmediato endosarlo a la Universidad de Cambridge y volar a Inglaterra para llevarlo a Cambridge, lo que efectivamente se realizó sin ningún contratiempo.
De la importancia de la Cátedra hay mucho que decir; supongo que los más autorizados para hacerlo son los que han sido profesores “Simón Bolívar” de Cambridge: Octavio Paz, Marcel Roche, Beatriz Sarlo, Fernando Henrique Cardoso, Mario Vargas Llosa, Guillermo O’Donnell, Asdrúbal Batista, Allan Brewer Carías o Carlos Fuentes, entre otros. Personalmente tuve injerencia en la selección de dos de ellos, ambos colegas: primero, alguien cuyos servicios en la erradicación de la malaria en Venezuela jamás podrán olvidarse, Arnoldo Gabaldón: y luego, ya como embajador en el Reino Unido, propuse a Blas Bruni Celli, Numerario de cuatro Academias Nacionales.
No puedo terminar estas notas sin una gran tristeza, pues Miguel Ángel Burelli Rivas no me acompaña a firmarlas conmigo como hubiese sido mi deseo, pero confío en que, desde donde seguramente está, aprueba mi intención de compartir con él hasta el final el éxito de nuestra idea.
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Francisco Kerdel Vegas es doctor en Ciencias Médicas de la Universidad Central de Venezuela, y médico dermatólogo egresado de las Universidades de Harvard y Nueva York. Embajador y académico, es Individuo de Número de la Academia Nacional de Medicina y de la Academia de Ciencias Físicas y Matemáticas. Fue el Vicerrector Académico (fundador) de la Universidad Simón Bolívar.
Este artículo es una versión editada del original del doctor Francisco Kerdel Vegas, publicado en el blog Bitácora médica en febrero de 2010.